(Del libro “50 años de aprismo”)
El Partido Aprista Peruano se había fundado como tal la noche del 20 al 21 de setiembre de 1930 en la casa de un trabajador; en octubre pudo lanzar el primer número de su órgano oficial, la revista «APRA», dirigida por el poeta Serafín Delmar. A fines de noviembre llegaron Manuel Seoane, de Buenos Aires y Carlos Manuel Cox, de México. Una conferencia de Seoane, anunciada para un teatro, se dictó a escondidas de la policía en un local particular. Apareció después con el título «Nuestros Fines» y fue una de las obras de popularización más eficaces del aprismo apenas naciente.
Mi adhesión oficial al nuevo Partido se realizó un día de abril de 1931, en el modesto local, de una pieza, que se abriera en la décima cuadra del Jirón de la Unión, en la vieja calle de Belén. Era lo que los limeños llamaban «ventana de reja» pero al poco tiempo el Partido ocupó toda la casa.
Entre otras novedades, este partido nació cantando. En mayo de 1931, Arturo Sabroso creó la letra de la Marsellesa aprista, que fue adoptada inmediatamente por el pueblo y se ensayaba cada noche en lo que ya se llamaba «la Casa del Pueblo». Esta era una de las designaciones clásicas de los locales socialistas europeos y lo era también del Partido Socialista Argentino, en Rivadavia 2150, en Buenos Aires. Poco después, se crearon las marchas y los himnos propios. Un compositor netamente popular, Lucas Cabello, creó la «Marcha Aprista» y luego, mientras se velaban los restos del compañero Adolfo Copello, muerto de una pedrada por los sanchecerristas en Surco, creó los compases solemnes de la «Marcha de los caídos».
El saludo de los pañuelos blancos nació el 12 de agosto del mismo año histórico. Con miras a preparar el gran recibimiento de Haya de la Torre en Lima, que estaba fijado para el día 15, se organizaron actuaciones en cuatro locales diferentes: uno, en Chacra Colorada, otro en el Rímac, otro en los Barrios Altos y uno en Miraflores. Como entonces la batalla por el dominio de las calles se desarrollaba, días y noches, entre apristas y sanchecerristas con saldo de heridos, a veces muertos y no pocos golpeados, se convino en que la primera columna que llegara al punto de convergencia, que era la Plaza San Martín, en cuanto divisara otra columna, debía enarbolar sus pañuelos, para identificarse y solicitar, a su vez, identificación. Los de Chacra Colorada llegamos, los primeros, encabezados por un líder recién vuelto del exilio en Argentina, dirigente que fuera de la Reforma Universitaria, desaparecido hace años, dejando un recuerdo de abnegación e inteligencia: el médico Enrique Cornejo Köster.
Todo ocurrió conforme a lo previsto. Las columnas fueron entrando a la plaza, se alzaron los pañuelos y al llegar todas, los diez mil o más pañuelos cubrieron, por primera vez con su marco blanco y ondulante, la vastedad del ágora.
La invención del saludo se produjo poco después. Era Secretario Nacional de Disciplina un hombre alto, vigoroso y simpático, llamado José Antonio Genit. A él le tocó escoger y organizar los cuerpos de protección del partido –que no eran matones reclutados, sino compañeros manuales o intelectuales– que dedicaban voluntariamente y sin retribución ni sueldo, varias horas a cuidar locales, manifestaciones o líderes del Partido.
La noche en que Víctor Raúl fue «reconocido», como se diría en términos castrenses, por la Brigada, ingresó al local flanqueado por una doble fila de disciplinarios que al llamado de Genit, se cuadraron levantando simultáneamente el brazo derecho.
Muchos años más tarde, el propio Haya, al cual, con toda buena fe, se quería brindar esa sorpresa, me contaba cómo le chocó un gesto que él, venido de Europa, había visto muchas veces en Italia (el «saluto romano» mussolinesco) y en Alemania, entre los nazis. Mientras avanzaba hacia el estrado tuvo que elaborar una plausible rectificación. Y lo hizo. Llegado a la tribuna se dio vuelta, alzó el brazo izquierdo y dijo: «Gracias compañeros, pero somos un partido de izquierda y el saludo es con el brazo izquierdo». El bueno de Genit explicaba luego que su designio había sido revivir el saludo incaico. Pero el brazo izquierdo extendido y la mano abierta, quedaron para siempre como símbolos identificatorios de la militancia aprista. Cuando, años más tarde, se descubrió el monolito pre‑incaico de Sechín, cerca de Casma, y apareció, labrado en piedra, un hombre joven que levantaba su brazo izquierdo, los compañeros que visitaban esas antiguas ruinas, las bautizaron con el nombre de «la piedra del Japista».
Todo esto –mítines, desfiles, banderas, himnos, saludos– llenaron de ecos resonantes y emotivos aquel «año admirable» de 1931, primero de una edad nueva que se anunciaba prodigiosa.
Para otros sectores, los representativos del privilegio y el dominio, los herederos directos de la Colonia, ese año aportó una experiencia aterradora que no pudieron olvidar: el pueblo estaba, por primera vez, en la calle y en actitud beligerante, organizada y reivindicativa. En pocos meses, el Perú había visto nacer y desarrollarse con rapidez prodigiosa, un partido de masas, democrático y de izquierda; un partido revolucionario como lo indicaba su propia sigla. Un partido fuertemente ideologizado que cuestionaba el sistema en su integridad y defendía un programa de cambios profundos y pacíficos. Un partido que tenía un jefe y un candidato que suscitaba fanática adhesión en el pueblo. La primera parte de una revolución peruana había comenzado.
Desde el regreso de Haya de la Torre al país y desde la fundación del Partido Aprista Peruano, el Perú no volvió a ser el mismo. Las bases de sustentación del viejo orden seudo-republicano (prevalencia incuestionada de la oligarquía, explotación, sin remilgos, de los trabajadores manuales e intelectuales, predominio imperialista en la economía y en la política, desnacionalización cultural) fueron cuestionadas a fondo. La «revolución de los espíritus» grata a Romain Rolland y a Henri Barbusse, había comenzado. El temor de que esa revolución espiritual se convirtiera en social y política suscitó inocultable pavor en nuestra gazmoña e hiperreaccionaria clase dominante. Era preciso, se dijeron, atajar esta desatada marea de cholos ensoberbecidos, de indios alzados y de blancos que traicionaban a su clase y a su raza.